Franz Liszt, el creador del recital moderno, sufrió una ligera decepción luego de visitar Italia en 1838 y presentarse como concertista en piano en Alla Scala de Milán. El público, a no dudarlo, habría rugido de entusiasmo si el maestro húngaro de 27 años les hubiera ofrecido parte de su vasto repertorio de transcripciones para piano de la ópera belcantista. Pero no. Liszt se presentó esa vez con un repertorio conformado íntegramente por sonatas de Beethoven, convencido de que ya era hora de que el maestro de Bonn, desaparecido hacía once años, fuera considerado a la altura de su categoría por el gran público. La constatación fue la opuesta: el gran público milanés todavía no estaba a la altura de Beethoven.
A la espera del siglo XX
No sabemos a qué sonatas echó mano Liszt en la oportunidad, pero es de suponer que no habrá incluido las tres últimas, más difíciles de digerir por el público llano al extremo de que un gran pedagogo polaco, de mediados del siglo XIX, aconsejaba a sus alumnos sencillamente no estudiarlas, si bien la razón era fundamentalmente económica: no habría público ante quien presentarlas. Liszt podía dar fe de ello. El público amante de la obra sonatística completa de Beethoven solo surgirá en el siglo XX gracias a la tecnología que mediante los reproductores permitió el regreso a casa de aquella música que había sido concebida hacía cien años para ser escuchada serena y atentamente por un reducido grupo de personas.
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En el curso de tres años, desde 1820 a 1822, Beethoven abordó la composición del tríptico conformado por sus tres últimas sonatas, publicando una cada año, los opus 109, 110 y 111. Son años en que el maestro vio francamente deteriorada su salud. No obstante, fue capaz de alternar esta labor con la escritura de piezas de la envergadura de la Missa Solemnis o con la resolución del finale de la Novena Sinfonía. Al parecer, el maestro sabía sacar provecho de los momentos en que, pese a todo, parecía "sentir una nueva vida" según escribió en sus notas.
Sonata en do menor No 32 opus 111
Ciertamente, no son las últimas sonatas las más populares de Beethoven. Pero solo pocas de aquellas que sí lo son pueden rivalizar en profundidad y riqueza sonora con la última sonata, la Sonata en do menor No 32, opus 111, considerada una de las más grandes sonatas para piano que se hayan escrito, capaz de conducir al oyente hacia mundos sonoros no conocidos hasta entonces, y menos, explorados.
Novedosos patrones rítmicos
Publicada en 1822 está dedicada, como tantas otras, a su amigo y mentor, el archiduque Rodolfo. En su construcción, Beethoven se aparta de los convencionalismos y escribe solo dos movimientos, que denomina Maestoso y Arietta, este último el más largo, con estructura de tema y variaciones. Sorprendentemente para quien lo escucha por primera vez, el segundo movimiento contiene patrones rítmicos que recién cien años más tarde volverán a escucharse y supondrán toda una novedad al punto de recibir denominaciones hasta entonces inéditas en música: swing y booggie-woogie.
Movimientos:
00 Maestoso: Allegro con brio ed appassionato
9:02 Arietta: Adagio molto, semplice e cantabile. Tema y variaciones:
Var I: 11:43
Var II: 13:45 (comienza el swing)
Var III: 15:30 (comienza el boogie-woogie)
Var IV: 17:39
Var V: 20:55
Var VI: 22:44
La versión es del maestro chileno Claudio Arrau.
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